Abriendo un molde

Vamos a abrir un molde juntos.
El molde del corazón pequeño.

Hay que hacerlo despacio, casi como si despertáramos a alguien que duerme profundamente. Yo ya he cometido el error de abrirlo antes de tiempo y conozco bien esa mezcla de decepción y ternura cuando la figura, todavía húmeda, se deshace entre los dedos. No es culpa del molde, ni de la arcilla. Es esa ansiedad mía, esa prisa silenciosa que todavía a veces me acompaña.

Pero la cerámica tiene una forma muy suave de enseñarte a esperar.

Si el interior está demasiado húmedo, la figura se rompe.
No hay discusión posible.
Toca esperar.

Y la espera, aunque no se me da del todo bien, empieza a convertirse en una especie de meditación: un recordatorio de que el tiempo es un aliado y no un obstáculo. Cada día cultivo un poco más esa virtud lenta de la paciencia.

El tiempo justo: ni antes ni después

Cuando el molde ha secado lo suficiente —en este caso, unas 36 horas, aunque podría ser más o menos— siento que algo en él cambia. No es solo cuestión de reloj; es una sensación. La arcilla deja de estar fría y pegajosa. El olor se vuelve más terroso, más estable. Y la superficie, si la tocas con cuidado, ya no se hunde.

Todo depende de muchas pequeñas cosas:
del tamaño del molde,
de la humedad del taller,
del aire circulando cerca,
y por supuesto, de la luz.

Porque con sol, todo respira mejor.
La arcilla, yo y el día también.

Abrir el molde es un gesto íntimo

Y entonces llega el momento.
Ese instante breve en el que apoyas los dedos en las juntas y respiras un poco más hondo de lo normal.

Abrir un molde es un acto íntimo.
Como si el objeto aún no terminado confiara en ti.

Hay que retirar cada parte con muchísimo cuidado. Las paredes se separan despacio, casi como si se despegaran solas. La pieza aparece pálida, suave, todavía frágil. Siempre quedan imperfecciones visibles en esta etapa: líneas de unión, pequeñas burbujas, algún borde que podría confundirse con un error pero que, a veces, termina siendo parte de la historia de la pieza.

Podría corregirlas ahora, pero sería injusto.
En este estado, la arcilla se quiebra solo con mirarla demasiado fuerte.

La paciencia tiene etapas, igual que la arcilla

Así que dejo a la pieza descansar.
Llego hasta donde puedo sin dañarla: un pequeño retoque aquí, una unión suavizada allá. Lo justo.
Después, toca dejarla ser.

Es mejor permitirle llegar al bizcochado.
Ahí es donde adquiere esa firmeza tranquila que ya permite lijar, retocar, perfilar, perfeccionar.

El bizcochado es un descanso profundo para la pieza y para mí.

Porque solo después de ese primer fuego es cuando la forma se vuelve realmente suya, estable, lista para tomar decisiones: si irá esmaltada o quedará en crudo, si brillará o permanecerá mate, si será objeto decorativo, amuleto o pequeño secreto para llevar en el bolsillo.

Una lección repetida en arcilla

Cada vez que abro un molde, vuelvo a aprender lo mismo:
que hay procesos que no se pueden apresurar,
que la belleza necesita aire,
que la paciencia también es un material de trabajo,
y que la arcilla, con su silencio, te enseña a escucharte mejor.

Así que sí, hoy vamos a abrir un molde juntos.
Pero también vamos a abrir algo más:
ese espacio interno donde la prisa se disuelve y deja lugar a la calma.

Porque en cerámica, como en tantas otras cosas, la espera también forma parte de la obra.

Primera jornada de horno
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