Primera jornada de horno: comienzan las pruebas
6:00 a.m. y el horno ya está encendido.
Todavía es de noche y el taller tiene ese silencio espeso que solo existe a primera hora. El aire huele un poco a humedad y a promesa. Hoy empiezan las primeras pruebas de mi colección, y aunque ya he hecho este proceso muchas veces, siempre siento el mismo cosquilleo: una mezcla de respeto, emoción y un pequeño miedo que nunca desaparece del todo.
Arranco con la primera cocción a 980 °C, unos 30 minutos que siempre se sienten más largos de lo que son. Este es el momento del biscuit: la porcelana mate, porosa, pálida como un hueso, todavía en su estado más vulnerable. Es como acompañar a una criatura recién nacida: una temperatura demasiado brusca o un descuido mínimo pueden quebrarla. El biscuit es un tránsito: deja atrás lo frágil, pero aún no llega a lo que será.
Mientras el horno sube, yo espero. Y esperar al lado de un horno es un ritual.
Pones la tetera.
Abres un cuaderno.
Ordenas herramientas que no necesitan orden.
Escuchas cómo el horno respira.
Y piensas en las piezas que están dentro, en todo el tiempo que has invertido en ellas antes de que siquiera existieran.
Después vendrá la segunda cocción, esta vez a 1280 °C. Ahí es donde la porcelana se revela de verdad: su dureza final, su color definitivo, la densidad sutil que la hace tan especial. A esa temperatura, todo lo que sobra desaparece. Lo que estaba mal adherido se quema. Lo que era duda se convierte en forma.
Me esperan unas 12 horas de horno.
Doce horas que son una mezcla de vigilancia y abandono:
mirar la curva de temperatura, confiar, respirar, no intervenir demasiado.
Paciencia, té y buena música.
Y esa pequeña emoción que se instala en el pecho cuando sabes que algo está transformándose ahora mismo, en silencio, en la oscuridad del horno.
Os iré contando…

Ya han pasado unas 12 horas, 6 de calentamiento y otras 6 horas de enfriamiento. Todo se debe enfriar lentamente para evitar fracturas. Y aquí está el resultado final
